España, 1966. Un año atrás, los Beatles llegan a Madrid como pistoletazo de salida de una gran campaña del régimen por mostrarse al exterior como una dictablanda benevolente y aperturista. El franquismo habla con dos voces: exportando al exterior productos culturales en que se aprecia un pueblo feliz que accede sin problemas a los beneficios de la vida moderna mientras, para el consumo interno, destina la misma propaganda de siempre con la que sigue reforzando las así llamadas virtudes nacionales. Es en esta tesitura cuando arriba una película que va a poner patas arriba toda esa estrategia mediante el puro y simple ejercicio de la memoria: La caza
ALERTA SPOILERS: Este post contiene spoilers de la película. Ya sabes cómo proceder.
Tras el título se oculta un nombre aún relativamente desconocido, el de Carlos Saura. Quien llegará a convertirse en un aragonés tan universal como su admirado Luis Buñuel es en ese momento un joven que se ha labrado cierta reputación como fotógrafo y cineasta, apreciado en círculos especializados pero un don nadie para el gran público. Habiendo abandonado sus estudios de ingeniería por perseguir su pasión por la fotografía, pronto comprende que la cámara no es tan solo un mero instrumento: es una forma de capturar la mirada, y aún más, las intenciones y los sentimientos de dicha mirada sobre lo observado.
El encuadre de Saura está lleno de voluntad, de sentido, logrando así retratar una realidad repleta de ideas, de fuerzas y procesos que operan tanto sobre ella como sobre él mismo. El cine, claro, era el siguiente paso: primero el documental, siguiendo esa tendencia original por el realismo desgarradoramente honesto, pero pronto también la ficción. Porque Saura se da cuenta de que contar algo que no es verdad no implica necesariamente mentir, y que una metáfora puede a veces ser más auténtica que la propia realidad que la sustenta. Con eso en mente, tras unos pocos cortos y dos largometrajes, acomete la obra que lo catapultará a la fama internacional y lo cambiará todo.
La caza se gesta con el apoyo de Elías Querejeta, más adelante entronizado como un productor legendario que con el tiempo reunirá entorno a sí a toda una plétora de realizadores deseosos de usar sus voces fuera del discurso oficial. El propio Saura firma el guión junto a Angelino Fons, y se rodea de una serie de perfiles técnicos de altísimo nivel: el montador Pablo González del Amo, quien sería su compañero de por vida; el director de fotografía Luis Cuadrado, quien usa objetivos y técnicas inéditos hasta entonces en España con tal de obtener el blanco y negro tan contrastado y asfixiante que deseaba Saura; y el músico Luis de Pablo, cuya partitura minimalista no hace sino magnificar el clima agobiante y fatídico de la historia.
Es esto, empero, esta trama tan aparentemente simple y sin embargo cargada de múltiples niveles de significado, donde conviene detenerse con tal de comprender por qué el título ocupa un lugar tan preeminente dentro de la filmografía nacional. Y es que La caza se tiene como la simiente del llamado nuevo cine español, aquél que serviría de puente entre la vieja guardia subversiva del franquismo originario (Buñuel, Berlanga, Bardem) y los realizadores de la democracia en pañales, aquél que conservaría en el tiempo y llevaría al mundo entero la realidad de nuestro país, atrayendo atención sobre sus circunstancias.
Breve sinopsis
Siguiendo la estela de otras obras como A puerta cerrada de Sartre o El ángel exterminador de Buñuel (ya muy mentado, nótese su importancia), La caza recoge la fórmula de encerrar a un reducido grupo de personajes en un espacio cerrado y dejar que su propio desarrollo psicológico y emocional conduzca la trama.
Tan solo seis personajes van a llevar todo el peso de la historia. El primero de ellos es José, un hombre de negocios proveniente de una familia adinerada que invita a dos amigos con los que luchó en la guerra civil a cazar conejos a un coto de su propiedad, donde anteriormente los tres habían luchado en una de las batallas en que participaron. Pese a su porte aristocrático y sus modales altivos, lo cierto es que pasa por un mal momento: el divorcio con su mujer, a la que ha dejado por una chica más joven a la que agasaja viviendo muy por encima de sus posibilidades reales, le ha dejado en la bancarrota. La caza, pues, no es más que un pretexto para acercarse a uno de sus amigos, Paco, con tal de pedirle dinero.
El mentado Paco, de hecho, tiene una deuda con José. Durante la guerra era camionero, y los contactos y la fortuna de su amigo le permiten medrar socialmente hasta una posición de privilegio. En el presente fílmico ha logrado casarse con una mujer rica y amasar una fortuna sustanciosa, pero el tiempo y el dinero lo han vuelto egoísta. Pese a todos los intentos de José, quien incluso le muestra uno de los raros tesoros de su finca, en forma del esqueleto de un miliciano encontrado en una de las muchas cuevas que horadan el paisaje, no está dispuesto a prestarle nada. Le ofrece, en cambio, trabajar para él, lo que para su amigo es poco menos que una vejación.
El tercero en discordia es Luis, un hombre atormentado y alcohólico aunque refinadamente culto, que ha perdido el orgullo y vive bajo la sombra de José como un perro faldero abyecto. En su cinismo, conoce perfectamente cuáles son las intenciones de sus dos amigos, y serán sus constantes ocurrencias e imprudentes actos los que lleven al paroxismo una situación ya de por sí tensa.
Junto a ellos viaja Enrique, un joven familiar de Paco, poco más que un niño al lado de los tres hombres maduros. Viendo la cacería como una forma de poner a prueba su frágil masculinidad, pronto se verá envuelto en una telaraña de inquinas del pasado de la que no era consciente en absoluto.
En la hacienda, por último, los esperan Juan y la pequeña Carmen, guardeses del sitio a las órdenes de José. Viven miserablemente en un terruño que, según el propio Juan, daría dos o tres buenas cosechas al año si a su amo le interesasen algo más que los conejos e invirtiese en mejorar el área y, de paso, sus vidas. Serán los encargados de asistir al cuarteto de visitantes en todos sus caprichos.
Pronto todas esas rencillas, junto al calor agobiante y el paisaje casi lunar del secarral en que están metafóricamente encerrados, conspiran para que entre ellos se desate la violencia. En un mal gesto, Paco dispara y mata de forma premeditada a uno de los hurones de Juan, que asustaba a los conejos y los hacía salir de sus madrigueras. Es la vejación final para José, quien acaba rindiéndose a su complejo de superioridad y mata a Paco a traición.
Esto desata la furia de Luis, quien trata de atropellar a quien ha sido tanto tiempo su dueño y acaba por matarlo, no sin antes recibir él mismo un disparo que resultará también mortal. Enrique, único superviviente, contempla con horror toda la matanza antes de salir huyendo del lugar, su rostro congelado de terror siendo el fotograma que cierra la cinta.
Historia y patria en una representación mínima
Como ya se ha mencionado, hay muchísimas subtramas comprimidas en toda esta serie de eventos. Hay bastantes que, aunque interesantes por méritos propios, como podría ser toda la exploración psicosexual que se hace con los personajes o el uso de imágenes surrealistas (Buñuel, nuevamente), no van a incluirse en este análisis por no venir al caso. Tampoco es que se pierda mucho del sentido del film, pues su mensaje tangencial a la sociopolítica y la historia de la España del momento es uno de los grandes ejes sobre los que Saura construiría sus imágenes.
Los propios personajes son, de forma bastante evidente, encarnaciones metafóricas de ciertos sectores de la política y la vida nacional, sus historias y relaciones entre ellos reflejando las estructuras que operan sobre sus referentes.
Los tres amigos supervivientes de la guerra civil representan los tres estamentos en que se va a dividir el poder en el país tras el conflicto, aún afectados por toda aquella matanza entre hermanos aunque se nieguen a admitirlo. El José interpretado por Ismael Merlo, con su origen privilegiado y su temperamento altanero y dominador, encarna a ese franquismo originario de ortodoxia nacionalcatólica y puramente fascista que, en su loco intento por construir una España autosuficiente y aislada del resto del mundo sobre la que dar rienda suelta a sus oscuras fantasías estéticas y morales, termina por fracasar estrepitosamente. El caos económico y el malestar social al que aboca a la nación acaba por llenarlo de contradicciones y, finalmente, lo obligará a ceder parte de su poder a otro con tal de generar riqueza.
Ese otro, el segundo franquismo tecnocrático del Opus Dei, está presente en el personaje de Paco. Dándole vida nos encontramos nada menos que a Alfredo Mayo, gran estrella del régimen que llegó a interpretar al alter ego del Generalísimo en Raza, la gran película propagandística del régimen que el propio dictador guionizó. ¿Quién mejor que él para encarnar a la que, en tiempos del estreno de la película, era la fuerza en ascenso? Un hombre aupado al poder por conveniencia de quien lo acapara, pero que pronto se demuestra endiabladamente capaz en aquello que se le ha encomendado, y en mucho más. Genera una gran riqueza, sí, pero en base a toda clase de amiguismos, nepotismos y relaciones de interés, y la reparte de forma azarosa siempre a cambio de algo para sí.
Sin embargo, cuando trata de alzarse por sobre quien le ha permitido originalmente ese ascenso se enfrenta a una gran violencia. Al fin y al cabo, aún con toda la riqueza que genera a pesar de sí mismo y su modelo clientelar, es apartado en cuanto trata de acceder a otros sectores como el educativo o el social, en las férreas manos de los ideólogos del régimen hasta la muerte del dictador.
El tercero en discordia, el Luis de José María Prada, representa a aquellas facciones que apoyaron el alzamiento nacional hasta que pudieron ver el verdadero rostro de aquello que habían alimentado, pero ya era demasiado tarde. La gran cultura del personaje lo convierte en la voz de sectores del intelectualismo y del clero (no por nada es el único en la película que cita las Escrituras), a la vez que su sometimiento ingrato a José indica la difícil connivencia de aquellos desencantados con las políticas franquistas pero que no pueden escapar de su alcance ni de la amenaza implícita de violencia. No es hasta que dicha violencia resulta intolerable que Luis explota, y con todo únicamente consigue una aniquilación mutua, por las tan pesadas cadenas que lo unen a su señor y verdugo.
Frente a ellos, el joven Enrique interpretado por Emilio Gutiérrez Caba es la metáfora de las nuevas generaciones nacidas en el poder. Ignorante de la verdad acerca del conflicto fratricida que aún resuena en las venas de sus mayores, pero que éstos a toda costa le ocultan, Enrique ha sido educado en esa peculiar estética de la virilidad y la honra mojigatas (cuando José golpea a Luis tras uno de los desmanes de éste, Enrique denuncia la acción no por su intrínseca gratuidad, sino porque “no es de hombres pegar a un borracho”), conceptos que enseguida se derrumba cuando puede contemplar al desnudo la cruel realidad, las verdaderas relaciones de una España esquizoide, unida solo de boquilla mediante la coacción y la fuerza. La huida final de Enrique no es solo de una matanza, lo es de una sociedad que se le revela traumada y violenta, provocando su horror.
Por último, Juan y Carmen, Fernando Sánchez Polack y la niña Violeta García respectivamente, encarnan al pueblo, aquellos lejanos al privilegio. Sometidos a los caprichos de José, quien no tiene en consideración su bienestar o sus intereses, y sin ver nada de la fortuna de Paco, viven vidas sumisas e impotentes, tan solo mendigando lo que el poder tenga a bien concederles. Al final, lo único que queda para ellos son las pieles de los conejos que los cuatro cazadores se cobran, y que venden como forma de mantenerse.
De hecho, diríase que ni siquiera la elección del conejo como presa es accidental. El animal es el tema de uno de los diálogos más largos de la cinta, en que se lo presenta como el ser más bajo que se puede cazar, uno cuyas únicas armas son el escondite y la huida, azotados por la mixomatosis y acosados por hurones y hombres por igual.
Y sin embargo, temibles por su número y su capacidad expansiva, siendo una de las mayores plagas foráneas para la fauna local australiana. ¿Qué puede simbolizar este animal? Bueno, no pasó desapercibido para fenicios, cartagineses ni romanos cuando nombraron esta tierra, nombre del que deriva también el de la patria que más tarde se construyera sobre ella. A buen entendedor…
La película fue un discreto éxito de taquilla, lo que unido a su bajo coste de producción la hizo más que rentable en su exposición nacional. Sin embargo, recibió valoraciones mixtas de la crítica. Especialmente las voces más afines al régimen, quizá por no entenderla, la tacharon de insustancial y aburrida, o al entenderla demasiado bien la denunciaron como subversiva e incluso pornográfica. Toda una afrenta a los valores nacionales. Sin embargo, ya era tarde: el genio había salido de su botella, y pronto esa pequeña peliculita sería la simiente de toda una revolución cultural que cambiaría la narrativa nacional para siempre.
Ecos y consecuencias
Es irónico, en cierta manera, que se le deba todo esto a un censor falangista cuyo amor al arte pudo más que su ideología, que se enamoró de la película y la defendió con uñas y dientes para que saliese al gran público tal y como Saura la había ideado. Cuentan quienes lo conocieron que, pese a todos los resultados inesperados, jamás se arrepintió de su decisión.
El caso es que, tras esos inicios tambaleantes en su país de origen, donde pese a todo su innegable calidad le granjeó varios galardones, la salida de La caza al circuito internacional supuso toda una revolución. Fue aplaudida con entusiasmo por miembros de la nouvelle vague francesa y el free cinema inglés, que vieron en ella el inicio de un movimiento de vanguardia similar al suyo en nuestro país. También llegó a un joven Sam Peckinpah, que se movía por aquel entonces en esos aledaños de Hollywood de los que en poco tiempo eclosionaría el cine independiente americano. El que estaba por convertirse en el gran poeta de la violencia siempre dijo que le cambió la vida.
Aún más, se hizo con el Oso de Plata en el Festival de Berlín. No pudo llevarse el plantígrado dorado por competir contra Callejón sin salida, la cinta de Roman Polanski que también jugaba con pocos personajes y ambientes opresivos y malsanos. El polaco le ganó la mano a Saura por su mejor dominio del tema, ya que prácticamente toda su filmografía hasta entonces se había basado en ese artefacto narrativo tan sartreano: dan testimonio de ello las agobiantes El cuchillo en el agua y, especialmente, esa obra maestra que es Repulsión. Cuenta la leyenda, eso sí, que el mismísimo Pier Paolo Pasolini, presidente del jurado de aquella edición, le dijo en confidencia a Saura que, de depender de él, La caza habría sido la ganadora.
La importancia de todo esto no es baladí. La caza, como se ha visto, codificaba en su ficción un retrato verista de la nación, y pronto es observada con mucho interés no solo por cinéfilos, sino también por sociólogos e investigadores de todo el mundo, interesados en esa desviación de tono y temas que de repente se produce entre los artefactos culturales que salen del franquismo y su aparato censor, todos mostrando una estampa idílica y fervorosamente religiosa. Eso acabará llevando a un interés social y político por la realidad factual dentro del régimen, avivando el criticismo internacional sobre España y forzando a su dictador a determinadas concesiones con los años.
A nivel cultural interno La caza es también una piedra de toque, aunque por otros motivos. La censura cultural franquista, pese a su relajación con el paso del tiempo, se mantenía aún bastante firme en su control, y eran cada vez menos los realizadores que, a la manera de Berlanga o Barden, deslizaban en sus obras mensajes contestatarios a la propaganda dominante. Dichos mensajes eran, también, extremadamente sutiles, fácilmente escapables para el ojo no iniciado, y podrían haberse muy fácilmente diluido entre sus congéneres más ideologizados de no ser por Saura y la generación que vino con él.
Estos artistas de la nueva ola española, Víctor Erice, Ricardo Franco o Jaime Chávarri por mentar algunos, usaron el triunfo y preeminencia de La caza para reclamar un cine más libre, en el que cupiesen otras narrativas y visiones de forma clara, directa. Fueron, también, los encargados de preservar en la memoria lo que las anteriores generaciones sólo se atrevieron a esbozar, abriendo la puerta a quienes los siguieron (Camus, Cuerda, Trueba…) a todo un mundo de significantes y significados que dibujaban una España muy distinta a la plasmada por el poder.
Recordando al recordador
Saura murió el pasado 10 de febrero, un día antes de recibir el merecidísimo Goya de Honor a toda su carrera. Una auténtica jugada del destino para un hombre que a sus 91 años se mantuvo lúcido, creativo y activo hasta el mismo final. Sirva este humilde artículo, pues, escrito desde el corazón y la admiración, para agradecerle al maestro su labor. Se va quien recordaba, pero nos lega sus recuerdos: una filmografía fundamental sin la cual, quizás, no habríamos accedido desde la cultura audiovisual a relatos sobre la historia y la patria diferentes a los de la ortodoxia nacionalcatólica y sus fábulas coloristas.
Esos mismos recuerdos, hechos a la vez materia y sueño por mediación del arte cinematográfico, son una herencia estética y cultural de incalculable valor que ayudó a moldear la realidad española y cuyos ecos, aún hoy día, resuenan en todo el mundo. No por nada creadores brillantes que van desde el patrio Carlos Vermut hasta el coreano Bong Joon-ho, responsable de la laureada Parásitos, lo tienen entre sus grandes referentes, a la vez que su cine sigue siendo objeto de estudio por parte de historiadores y académicos del mundo entero. Esa es la fuerza de un hombre y su cámara, con la voluntad de ser verdadero aún contando cosas que, sin haber pasado, acabaron por ser tan reales como la propia realidad tras ellas: la narración de todo un país, de nuestro país, de nosotros. De quiénes fuimos, de por qué somos quienes somos, y de quiénes podemos llegar a ser.
In memoriam. Con todo el sentido del término.