El mejor resumen de Fuimos Indómitas para un tuit lo hace Marina Mayoral en el prólogo que le dedica a Victoria Gallardo: “Vicky ha dado voz y presencia a mujeres luchadoras que se ganaron la vida en trabajos muchas veces marginados y hasta despreciados y siempre minusvalorados: trabajos de mujeres. Es una situación que aún hoy se repite y que la autora sabe destacar. En ese sentido es un libro feminista (…)”.
En este libro, feminista, Gallardo nos habla de los oficios protagonizados por mujeres ya prácticamente extinguidos, recorre el callejero de Madrid de la mano de lavanderas, aguadoras, verduleras, castañeras, costureras, cigarreras, telefonistas y taquilleras de Metro.
Además de un viaje en el tiempo, excelentemente documentado en el banco de prensa de la Biblioteca Nacional, nos señala el camino de baldosas amarillas de cada generación. Si hoy le damos la bienvenida en el extrarradio de nuestras ciudades a personas del hemisferio sur que viven hacinadas, a familia por habitación en pisos de tres dormitorios, hace poco menos de un siglo el sur de España protagonizó un éxodo rural que nutría de jóvenes a la capital. Uno de ellos fue Emiliano Ramos, que cambió los aperos del campo por el pico y la pala, él, como tantos otros, pasó de trabajador del campo a obrero. Y su mujer, a su lado, siguió siendo ama de casa hasta que entendieron que en Madrid, tal y como sucede ahora, cuesta mantener a una familia entera con un solo sueldo: les cosió un delantal blanco con un bolsillo a sus hijas, les compraron dos botijos, y así se hicieron aguadoras. Un oficio extinguido, pero que no deja de desaparecer del todo ¿qué si no son las decenas de inmigrantes que nos ofrecen agua, refrescos o cervezas en Madrid Río, el césped del Templo de Debod, durante el recorrido de las manifestaciones o al salir de noche de cualquier pub? ¿Acaso hoy ellos no pregonan a voces como antaño las verduleras la mercancía en la Plaza de la Cebada?
Para hablar de feminismo y clase social, se recoge la crónica de Emilio Carrere para el diario Ahora en 1933, a propósito de las costureras que acudieron a sumergir la mano en los alfileres por la festividad de San Antonio, escribe: “Estas obreras, que son pueblo auténtico, no se ocupan esta mañana del voto de la mujer, de sus comités paritarios ni de la Ley del Divorcio. Abren un paréntesis de clara poesía juvenil en las graves reivindicaciones de clase y de sexo. Aún a las más revolucionarias, el divorcio les parece una cosa monstruosa esta mañana en que se arrodillan en la capilla goyesca con el alma abierta al milagro. El santo casamentero tiene hoy su agencia matrimonial abarrotada de ilusionados memoriales.” El cronista denunciaba con contundencia en sus textos para Vida Socialista la situación de las mujeres obreras, cuya pobreza destrozaba su belleza: “la mujer proletaria lleva una vida demasiado amarga, demasiado hosca y embrutecedora. Es un ser triste, sórdido, ruina de la carne, vieja a los treinta años, deformada por la maternidad, extenuada por la crianza.” No le podemos pedir más a un señor progresista de principios siglo XX. Para otros, para la mayoría, que las cigarreras vistieran el uniforme masculino y adoptaran las costumbres de los obreros solo era el preludio para que se les echaran encima. La masculinidad frágil… más debió temer de una joven estudiante de Derecho que trabajaba como supernumeraria cubriendo bajas en Telefónica, Clara Campoamor.
Marina Mayoral enfatiza que los trabajos marginados, despreciados y minusvalorados han sido trabajos de mujeres, en la actualidad, esas actividades económicas siguen teniendo el mismo prestigio social. Las mujeres han progresado, bien lo supo la modista que ante la periodista Josefina Carabias, en 1935, se percató de cómo había cambiado el personaje de comedias: “ahora ya no salen modistillas. Todas son mecanógrafas, manicuras, dependientas, acomodadoras, taquilleras…”
El oficio de costurera persiste, claro que persiste, pero se emplea en nuestras calles en menor número desde que las ricas fueron a Biarritz a equiparse y más tarde Amancio Ortega descubrió las ventajas financieras de la deslocalización, concretamente, las de emplear a menores en países del Tercer Mundo. Siguen cosiendo mujeres, siguen cosiendo niñas, pero ya no son de provincias ni están hacinadas en un sótano de la calle Atocha. Están más lejos, como los call-centers.
Las castañas asadas, presentes en los inviernos de quienes hemos crecido en Madrid, manjar y calefacción portátil, hoy son tan ignoradas como todos los oficios tradicionales cuyos locales carecen de barbudos hipsters tatuados que los regenten. Angelines, entrevistada para Fuimos Indómitas, achaca el descenso de las ventas a la proliferación de las golosinas y la bollería industrial. La castaña, primero cruda, luego cocida y después asada fue también debilidad de la reina Isabel II, que mandó llamar a una castañera. La anécdota que recoge Gallardo relata cómo aquella humilde es designada por Isabel II como castañera de la reina, y que cuando meses más tarde quiso visitar de nuevo el palacio, los guardias de la puerta con chanza le espetaron “ahora debe usted pedir que la nombren castañera de la Revolución”.
Se ha perdido, para gloria de quienes les ha interesado el relato de la mujer sumisa y ama de casa ajena al trabajo asalariado, la actividad sindical de las mujeres que enarbolaron pancartas mucho antes de los masivos ocho de marzo. Gallardo recoge la militancia de lavanderas y planchadoras en el Centro de Sociedades Obreras o en el Sindicato Obrero Femenino, así como su participación y asistencia en las manifestaciones del Primero de Mayo, a las concentraciones de Pablo Iglesias o de Clara Campoamor de principios del siglo XX, o a los concurridos mítines del Teatro Barbieri. También se rescatan en este libro las cartas dirigidas al Ministerio de Trabajo por parte de las costureras, o las reivindicaciones de las cigarreras frente al maquinismo, las de las telefonistas ante la marcación automática o ante la prohibición a las mujeres de trabajar en los turnos nocturnos. Y las quejas de las taquilleras de Metro, sexualizadas en los couplets, que no solo eran explotadas laboralmente, sino que además eran obligadas a dejar sus puestos de trabajo si contraían matrimonio.
Sobre la necesidad de que salgan ustedes a la calle Mayor a comprar el libro que les recomiendo, si mis letras no se la despiertan, les dejo con las palabras de Amalia recogidas por la autora: “Estos oficios son nuestras raíces. No digo que haya que volver a ser castañera, que era un oficio muy precario y en el que se pasaba muchísimo frío, pero sí creo que tenemos que saber que hubo una serie de mujeres que vivían de aquello. Eran nuestras abuelas, y Madrid se ha construido gracias a ellas”.
Eran nuestras abuelas, y Madrid se ha construido gracias a ellas. Nuestro mejor homenaje, la mayor reivindicación es recordar quienes fueron, que trabajaron, así disputaremos la historia que han escrito solo los hombres y podremos combatir la añoranza. La nostalgia no nos la podemos permitir porque sabemos que de la miseria no brotan relatos amables.