Una de las cosas que hacen a la democracia tan interesante es que es de los pocos sistemas políticos que aceptan que el conflicto es algo natural en las sociedades humanas. En otras etapas de la Historia, se daba por hecho de que lo que decía el gobernante era correcto, sea por sus cualidades excepcionales, porque sus obras las inspira Dios, etc. Lo que no entra dentro de ese marco de juego no merece ser tolerado, ya que pone en cuestión todo el resto del sistema.
La democracia, sin embargo, parece hecha para gente más humilde. Partimos de la premisa de que nadie tiene la verdad absoluta, por lo que estamos dispuestos a discutir nuestras ideas e intereses con el contrario. En una concepción liberal de la política, ésta es la esfera pública donde negociamos y debatimos sobre las normas que debemos darnos. Tanto nuestros aliados como nuestros adversarios tienen cabida en un espacio donde la palabra es la protagonista.
Pero claro, ¿qué pasa cuando nuevos actores entran en juego? Parece que este es el miedo que subyace a una idea de la política más bien estática. Si la política es una esfera pública, la esfera privada es donde deben quedar las cuestiones familiares, reproductivas, mercantiles… Esta manera de pensar podría tener sentido en un contexto en el que todos los actores del juego político son similares y sus intereses privados no entran en conflicto. El clásico “varón, adulto, burgués, blanco…” que pensó el sistema político para sí mismo y se desquicia cuando se distorsiona por la entrada de otros jugadores.
En Europa desde hace algunos años hemos visto como el sistema político se retuerce con la entrada de las necesidades de minorías, grupos religiosos, movimientos sociales… y en los últimos tiempos, jóvenes con hábitos y mentalidades diferentes a las de nuestros mayores. Este choque generacional entre quienes “saben manejar el barco” y la juventud que exige también poder decidir su destino aún está por resolverse. No es casualidad que en los últimos años se haya apelado en España al mito fundacional de la democracia, la Transición. Y sin embargo, parece que el mismo sistema político será capaz de introducir las nuevas generaciones, sus demandas y su visión del mundo.
Lo que parece más preocupante es que muchos no están dispuestos a que el sistema político incluya a quienes vienen de fuera. La continua llegada de personas migrantes y refugiadas pone nerviosa a una gran parte de la ciudadanía del viejo continente. Compartir la esfera pública con quienes tienen una esfera privada absolutamente diferente a los europeos clásicos genera unas tensiones que oportunistas y xenófobos intentarán aprovechar en su beneficio. Debemos estar vigilantes y pitar falta, con pedagogía y firmeza, ante cualquiera que empiece a decir “yo no soy racista, pero…”
Una democracia es tan fuerte como la cantidad de conflicto que puede soportar en su seno. Por ello, crear un marco de convivencia para cualquier persona que quiera participar debe ser un objetivo claro para quienes nos sentimos demócratas.
Bienvenidos, refugiados.