Si a estas alturas alguien sigue teniendo fe en el concepto de las criptomonedas como alternativa no solo viable, sino de hecho mejor, al actual sistema de regulación bancaria, dudo que ni yo ni nadie pueda ya hacerle abandonar lo que a todas luces se ha vuelto un dogma de fe radical.
Me parece, eso sí, que existe muy poco fundamento material en afirmar que el sistema fiat de divisas en el que nos movemos, pese a sus obvias debilidades e inconvenientes, pueda cambiarse por otro cuyo token de intercambio ha demostrado ser tan absurdamente volátil, hipersensible a la especulación y alegre comparsa de toda clase de estafas y proyectos, por decirlo suavemente, poco realistas. De los problemas que venía a resolver, pocos ha atajado, y por el camino ha creado nuevos aún pendientes de encarar.
El resto de criptobros, por su parte, no oculta que su participación en el mundillo se origina en el deseo de amasar capital, tal y como reza su proclama contra los críticos o los que no participan de su jueguecito de ruleta particular: “enjoy being poor” (disfrutad siendo pobres). Bonito lema para un movimiento que ha llevado hasta la exacerbación la realidad socioeconómica a la que teóricamente nació para combatir: ese sifón de riqueza desde las bases económicamente productivas hacia las capas altas de la sociedad, que hace tanto prometieron un goteo redistributivo de la fortuna resultante y cuyo comienzo, aún hoy, aguardamos ya sin esperanza alguna. Y mejor que no toque el tema de los NFT, que han conseguido llevar el ya de por sí absurdo mercado del arte y el lujo a cotas de excentricidad rallanas en la locura.
Que no se me malinterprete, creo que dentro del mundo cripto hay cosas genuinamente interesantes, como la tecnología blockchain, que podría revolucionar la forma en que las administraciones compilan y manejan la información. Sin embargo, estas herramientas tan sofisticadas han sufrido en cierta manera un proceso de uberización: en vez de ser implementadas para mejorar los sistemas ya existentes y ponerse al servicio del gran público, han sido privatizadas y abusadas como medio para generar grandes cantidades de valor mediante la especulación, la erosión de los sistemas públicos que restringen y legislan su actividad y, una vez éstos desaparecen, la apertura de mercados salvajemente monopolísticos donde el abuso de trabajador y consumidor es sistémica. Sin embargo, un tema así es demasiado extenso, y ameritaría su propio artículo.
Sam Bankman-Fried, criptomonedas y altruismo efectivo
De quien quiero hablar hoy es de Sam Bankman-Fried (SBF de aquí en adelante), considerado durante mucho tiempo el niño dorado del mundo cripto. Ese joven que, para muchos, representaba la cara más seria y amable de un microverso con ya demasiados villanos como Satish Kumbhani (y el infame Carlos Matos), Peter Thiel o el mismísimo Jordan Belfort, el Lobo de Wall Street.
Frente a ellos, SBF y su empresa FTX se presentaban como una opción confiable y ética de convertir y utilizar crédito de cualquiera de las dos fuentes. El éxito del servicio le hizo indeciblemente rico, algo que, contrariamente a lo que suele suceder, fue celebrado no sólo por él mismo y sus socios directos, sino también por mucha otra gente alrededor del globo.
La razón es la filosofía de la que SBF se había convertido en público defensor desde hacía ya mucho tiempo: el altruismo efectivo.
Esta doctrina entre lo moral y lo económico, de la que se tiene al filósofo escocés William MacAskill como padre espiritual, ha concentrado las esperanzas y deseos de muchos que sueñan con mejorar el mundo sin por ello alterarlo demasiado.
Resumir de forma escueta su cuerpo de ideas y preceptos es, como con casi toda filosofía, una labor engañosa y por fuerza condenada a la incompletitud, pero podría definirse como un proyecto global para mejorar la existencia de toda la población humana mediante la inversión eficiente de los excedentes de beneficio de las grandes fortunas en aquellas causas que más impacto tengan en la felicidad y la calidad de vida del mayor número de personas posibles.
Así, el que SBF hubiese amasado una fortuna colosal iba a ser no sólo un cambio a mejor para él, sino para toda aquella gente en la que él fuera invirtiendo los pingües beneficios de su empresa. Si él ganaba, todos ganábamos.
Cuando se me habló por primera vez de esto, no pude sino enarcar una ceja plena de escepticismo. Y es que la historia ya me había prevenido frente a doctrinas de esta clase, que no son nuevas en absoluto. Y es que en Occidente somos expertos desde la Ilustración, y aún antes, en crear filosofías universalizantes hermosas y esperanzadoras para, a la vez, llevar a cabo auténticas atrocidades que las contradicen.
Y lo que es peor, tarde o temprano encontramos el modo de racionalizar la forma en que las primeras casen contra natura con las segundas, con tal de que dichos nobles ideales puedan pervivir, y hasta servir como justificación, en medio de una realidad que a todas luces va contra ellos. En el caso del modelo del altruismo efectivo, me hizo recordar a la figura de Andrew Carnegie.
Andrew Carnegie, El evangelio de la riqueza y el gatopardismo
El miembro más bondadoso y de más grata memoria del grupo de “barones ladrones” de la industria estadounidense del siglo XIX (Rockefeller, Morgan, Vanderbilt, Astor, Hearst…), fue una de las figuras más potentes en aquella época que en su país que se conoce como la Edad Dorada. En castellano el nombre es algo engañoso: proviene no de la voz inglesa “golden age”, usada para señalar una época de esplendor real, sino del término “gilded age”, usado para referirse a algo aparentemente lujoso y exclusivo pero que, examinado más de cerca, es una capa superficial de opulencia que oculta la miseria que la subyace. Y así era, efectivamente: aprovechando la tábula rasa económica que supuso la rápida y desregulada industrialización estadounidense, unas pocas manos amasaron fortunas astronómicas mientras la mayoría social vivía al día en base a los sueldos precarios que pagaban las factorías donde se generaba esa misma riqueza. ¿Les suena de algo, estimados lectores?
Carnegie, empero, fue muy distinto a sus coetáneos. No quiso dejar nada a sus herederos, y era su deseo morir como un hombre perfectamente pobre, sin un solo dólar a su nombre. Y es que, tal como escribió en su biografía “The gospel of wealth” (El evangelio de la riqueza), para él el sentido de amasar una fortuna no consistía en garantizarle una buena vida o permitirle nuevas aventuras empresariales, ni mucho menos en el propio hecho de haberla amasado, sino en la subsiguiente responsabilidad de gastar dicha riqueza en persecución del bien común.
Para él, toda persona rica debía responder al deber moral de usar su fortuna para estrechar la brecha entre el modo de vida de la gente pobre y el suyo propio, y debía por tanto dedicarse en cuerpo y alma a la filantropía y a la caridad. Siendo consecuente con eso, fundó cientos de bibliotecas y edificios públicos, creó proyectos sin ánimo de lucro como el Instituto Carnegie o el Fondo Carnegie para la Paz Internacional (ambos siguen existiendo a día de hoy) y donó a la ciudad de Nueva York el fastuoso teatro Carnegie Hall.
Objetivamente hablando, Carnegie benefició a muchísimas personas a su paso por este mundo, y cuanto menos su existencia fue más positiva que la de otros millonarios de la época, como el execrable J. P. Morgan. Y sin embargo, conviene recordar también que esa misma fortuna que le permitió hacer tanto bien estaba basada en una explotación sistemática y brutal de sus trabajadores: famosa es, por ejemplo, la huelga de la fábrica que su empresa tuvo en Homestead, Pensilvania, salvajemente reprimida tras una negociación fallida de la que los trabajadores salieron con una disminución salarial del 22% sobre sus ya magros honorarios como castigo. Toda aquella violencia, física y económica, fue base para decenas de movimientos antisindicales, que contaron con el visto bueno explícito de Carnegie, y que no acabarían hasta el New Deal rooseveltiano.
Hete aquí la gran broma: la fortuna que el magnate gastaba a manos plenas con tal de combatir la miseria nacía, precisamente, de un sistema explotativo que generaba dicha miseria. El gatopardismo, el cambio sin cambio, en una de sus más sublimes expresiones.
Tanto el caso de Carnegie como los postulados del altruismo efectivo adolecen de las mismas fallas. En primer lugar, basan su efectividad en la buena voluntad de aquellos en posesión de grandes riquezas, cosa que no sólo no se da de forma necesaria sino que, paradójicamente, está activamente desincentivada siguiendo una lógica estrictamente capitalista.
En segundo, y como se ha visto, no tienen suficientemente en cuenta la moralidad o falta de la misma aplicada a la generación de riqueza. ¿Y por qué habrían de tenerla? Cuando la capacidad de hacer el bien es directamente proporcional a la cantidad de dinero que uno puede permitirse gastar en ello, incluso grandes crímenes son permisibles con tal de asegurar enormes riquezas en pos de un bien supremo.
Por último, ambos sufren de una fatal miopía a la hora de identificar cuáles son las mejores formas de beneficiar a su comunidad, pese a que ése es su objetivo expreso. Su perspectiva los limita: nunca invertirán, para empezar, en nada que vaya en contra de su fuente de ingresos aunque ello generase un gran bien; ni conocen las necesidades ni la realidad material de aquellos a los que pretenden auxiliar, siendo en última instancia guiados por factores y datos fácilmente malinterpretables. Al fin y al cabo, ¿cómo se calcula de forma “óptima” la mejor inversión social? ¿Quién valora la bondad del objetivo a conseguir, y en base a qué parámetros? ¿Cómo se cuantifica lo cualitativo, en base a qué sistema de qué diseñador?
En el caso concreto de Carnegie y el resto de los “barones ladrones”, la monumental acumulación de riqueza que generaron no se filtró realmente al público general hasta la llegada del ya mentado Roosevelt, que poco menos que les obligó bajo amenaza y coacción a redistribuir lo que aún quedaba tras la Gran Depresión, estableciendo un sistema socialmente garantista que aguantó hasta el régimen de Reagan y supuso la época de mayor esplendor real del país. Su auténtica Edad Dorada.
Conociendo esta historia, no me sorprendió en absoluto saber que SBF fue arrestado hace ya unos meses por fraude y lavado de divisas. Secretamente, desviaba los depósitos de los clientes de FTX a Alameda Research, otra empresa de su propiedad, y los usaba como fondos con los que jugar en bolsa apostando sobre productos de altísimo riesgo. Todo con tal de aumentar el capital lo más rápida y exponencialmente posible: de nuevo, un crimen cometido en nombre de la búsqueda del bien mayor. Esta línea de pensamiento ha llevado a cientos de miles de inversores de todo tamaño y a clientes también de todo tamaño de FTX a perder absolutamente todo lo depositado, mientras el pobre niño rico ha sido extraditado de las Bahamas a su EE.UU. natal y está a la espera de un juicio con nefastas perspectivas para él.
SBF, como Carnegie antes que él o el propio concepto de las criptomonedas en su tiempo, no son más que las pruebas fehacientes de lo peligroso que resulta tratar de mejorar un sistema sin tocar las causas mismas de su mal funcionamiento: la avaricia como motor económico y el incentivo del beneficio como fin en sí mismo del proceso.
Como dijera Balzac, detrás de toda gran fortuna hay un gran crimen, uno olvidado y efectuado con limpieza; la ley no castiga a los ladrones sino cuando roban mal. El rico siempre encontrará una forma de deberse a su riqueza hasta el punto de ser su esclavo, pues ésta siempre le parecerá poca.
El capital es, como dijo Marx, la propiedad definitiva, aquella que en cantidad suficiente permite apropiarse de cualquier otra cosa. Pero nunca es suficiente, y para justificar su acumulación se acaban por pergeñar las más sofisticadas filosofías. Sistemas de pensamiento que terminan por ignorar deliberadamente lo evidente: que ante problemas sistémicos solo cabe presentar soluciones sistémicas, que garanticen la distribución de la riqueza desde su mismísima generación, sin esperar a que acabe en manos de una élite que tenga a bien repartirla luego. Eso nunca sucede, o si sucede es por una causa de fuerza mayor, no por humanidad o la bondad de sus corazones. Al final, el mero hecho de que unos pocos puedan concentrar tanto es un problema en sí mismo, uno que los implicados no tienen incentivo ninguno en solucionar y sí el poder suficiente para perpetuar ad eternum.
Permítanme, para cerrar, una cita cinéfila. En El tercer hombre, la película de Carol Reed de 1949, el personaje de Harry Lime, interpretado por Orson Welles, tiene un pequeño discurso muy revelador. Lime se ha estado enriqueciendo en la Viena de finales de la II Guerra Mundial, interviniendo el mercado de la penicilina: acapara los viales de la medicina, que vende a precio de oro, además de diluirlos y hacerlos así inefectivos y hasta peligrosos. En lo alto de una noria, se dirige a su amigo Holly Martins (Joseph Cotten), que está tratando de que abandone un negocio tan inmoral, y le dice: “¿Víctimas? No seas melodramático. Mira allí abajo: ¿sentirías compasión por alguno de esos puntitos negros si dejara de moverse? Si te ofreciera 20.000 dólares por cada puntito que se parara, ¿me dirías que me guardase mi dinero, o empezarías a calcular los puntitos que serías capaz de parar? Y libre de impuestos, amigo, libre de impuestos. Hoy es la única manera de ganar dinero.”
Esos puntitos eran personas. Huelga decir más.