AVISO SPOILER: El siguiente artículo contiene spoilers del anime Los 12 Reinos.
Gracias al anterior artículo sobre este anime, tenemos ya los pilares del mundo y la trama bien asentados. Es momento de entrar a mayores y desgranar las intuiciones políticas que se desprenden de ella. Para eso, y como ya dije, voy a centrarme en las tres mujeres protagonistas del tercer arco argumental de la serie.
Suzu Oki, el pueblo: lucha individual y colectiva por derechos
Suzu, al igual que Yôko, proviene de Japón. Su llegada a los 12 Reinos, sin embargo, es mucho menos afortunada, y acaba sufriendo una vida de esclavitud y abyección durante años. Una vez consigue liberarse de su cruel destino, y gozando nuevamente de autonomía y capacidad de decisión, Suzu resuelve viajar al Reino de Kei para tratar de conocer a su reina, de quien ha oído que comparte origen. Espera piedad y ayuda, pues ha interiorizado tanto la autoimagen de víctima desvalida que no imagina otra vía que la ayuda externa para solucionar sus problemas.
El viaje hacia Kei se convertirá, para ella, en una suerte de viaje iniciático, pues quebrará en mil pedazos su autocompadecimiento. Ese periplo la llevará a conocer a otras personas con sufrimientos mayores que el suyo, lo que obrará en ella dos cambios importantes: por un lado, el punto focal de su piedad basculará de ella misma a otros, lo que la despertará a la empatía profunda y al sentimiento de solidaridad; por otro, será testigo de cómo esas personas no caen en la autocompasión lastimera, sino que emplean sus energías en tratar de medrar en la vida.
Estas experiencias culminarán en su llegada a Kei. De camino hacia palacio, aún con la idea de conocer a la reina (aunque ya decidida a pedir no sólo para sí, sino también para otros), se cruza accidentalmente y de manera muy dolorosa con los actos de Shôkô y Gahô, los dos dignatarios corruptos que tiranizan la provincia bajo su gobierno. Este trauma la llevará a una posición activa respecto a los hechos del mundo, y encontrará en sí misma la fuerza y la resolución necesaria para tratar de cambiar la realidad. Esta lucha individual se tornará en un esfuerzo colectivo cuando tome contacto con el grupo de rebeldes que trata de derrocar a los dos gobernadores. Allí traba amistad con una muchacha que resultará ser Yôko, la legítima soberana de Kei y la figura que pondrá punto final a su lucha. No así a su activismo, pues acepta la oferta de la monarca de convertirse en una de sus nuevas consejeras y ser, así, una voz al lado del trono que abogue por los derechos de los más pequeños.
El personaje de Suzu simboliza el sentir de las clases más bajas. Sometida a violencia y vejación por parte de aquellos superiores a ella, acaba completamente alienada, pensando que sólo las acciones de otro pueden liberarla de esa existencia. Constantemente delega su sino a instancias superiores a ella, hasta el punto de no tomar responsabilidad sobre su propia vida. Es la toma de conciencia con la realidad extraindividual lo que rompe esa alienación, e impele a Suzu a tomar su destino en sus manos. Esa resolución, personal e íntima, la vinculará con personas similares a ella, quienes convertirán su deseo en fuerza transformadora real. Ella es el nacimiento de un nuevo ciudadano en el mundo de los 12 Reinos, no un súbdito de otros sino soberano de sí mismo, concienciado de la importancia de la política y capaz de ser actor en la misma, no sólo responsable de sí mismo sino también de sus circunstancias y de otros.
Shôkei Ho, la élite: la conexión de todos con todos
En contraste con Suzu, Shôkei nace en la opulencia. Hija del rey de Ho, su vida en palacio es disoluta, sin obligaciones ni tareas. Eso se viene abajo cuando su padre es derrocado. Él era un gobernante muy recto, demasiado: en su celo por erradicar la corrupción y la evasión de impuestos, llega al punto de despreciar la vida de sus gobernados y dictar castigos excesivamente severos, o directamente la pena capital, a quienes desobedeciesen sus edictos. Esto lleva a un levantamiento contra él, que al asaltar el palacio descubre al kirin del reino ya moribundo, señal inequívoca de que su soberano había perdido el camino celestial.
Los rebeldes, sin embargo, no matan a Shôkei. Se la envía a un orfanato en los confines del reino bajo nombre y pasado falsos, con la esperanza de darle una segunda oportunidad. Ella entiende esto como un castigo cruel, ya que se ve forzada por primera vez en su vida a trabajar, y comienza a alimentar salvajes sentimientos de odio hacia quienes fueron su pueblo. Cuando se descubre su antigua identidad, sufre un intento de linchamiento del que escapa a duras penas: medio enloquecida, roba y engaña a manos plenas en su huída a ninguna parte. A sus oídos llegan noticias sobre la nueva soberana de Kei, a quien envidia por imaginarla gozando de la vida que ella antes llevaba, y acaba embarcada en el absurdo plan de ir a Kei, ganarse la confianza de la reina y, una vez bien situada, derrocarla y sustituirla.
Es aquí donde su historia comienza a parecerse a la de Suzu. En su camino a Kei cambiará enormemente, madurando en base a golpes de la vida. Descubiertas sus mentiras, será la mano amable de otro personaje quien la enderece y la haga consciente de que, en su vida anterior, era inútil para ella misma y para otros, un ser cuya existencia no beneficiaba a nadie; pero que ahora podía cambiar eso. Su transformación se completa ya en Kei, durante una ejecución pública orquestada por Shôkô y Gahô. En el reo ejecutado ella proyecta, a la vez, a los ajusticiados durante el mandato de su padre, y a sí misma en su conato de linchamiento, y comprende por fin las razones de su caída en desgracia, y su parte de responsabilidad en todo ello.
Ese descubrimiento del verdadero valor de la vida y la libertad, y la interconexión de todas las personas, la llevarán a rebelarse también contra las injusticias descubiertas en Kei. Shôkei toma contacto entonces con la resistencia ciudadana y conoce a Suzu y a Yôko. Una vez terminado el conflicto, la propia reina le ofrece, al igual que a Suzu, un puesto como consejera, lo que ella acepta para poner su experiencia al servicio de su amiga, e impedir que en algún momento la distancia que otorga el poder la convierta en un ser indiferente ante las existencias de los otros como ella lo fue.
Resulta claro que Shôkei simboliza a las élites económicas y sociales. Viviendo en un entorno cerrado que las aísla del resto del mundo, es fácil para ese estrato distinguirse de los demás y pasar por alto el hecho de que son esencialmente iguales al resto, compartiendo las mismas aspiraciones básicas. Aún más, también es sencillo en ese entorno olvidar que el poder y la influencia de que disfrutan no son un privilegio, ni existen para su exclusivo provecho. El sentido de la élite muere si se desprecia a aquellos por sobre quienes se alza, ya que sin ellos no tiene valor real: su poder ha de ser, en buena medida, puesto al servicio de dicha base, y su economía revertida también en buena medida a ella. Una élite sostenible es aquella que voluntariamente pone su trabajo y sus recursos al servicio del proyecto colectivo de convivencia, de buena fe y buscando el mayor bien común, consciente de que su bienestar depende del bienestar del resto.
Yôko Nakajima, el poder: la verdadera dignidad del gobernante
Bastante se ha dicho aquí ya del camino de Yôko durante este arco: cómo, harta de no poder conocer bien el sistema de gobierno de su reino ni a sus propios funcionarios y consejeros, escapa de palacio para instruirse directamente en la realidad del país. Eso la llevará a descubrir las maquinaciones de Shôkô y Gahô, a unirse a la resistencia ciudadana, y en última instancia a desmantelar ambos complots al revelarse como la reina legítima.
Lo que nos interesa, pues, es cómo esas vivencias la afectan. Al final de todo el arco, Yôko ha de dar su primer discurso ante el país y firmar su primer edicto como soberana, cosas ambas que deberían dar a entender públicamente el cariz y dirección que quiere dar a su reinado. Por supuesto, lo vivido previamente va a influir de manera significativa en esa toma de decisiones. Su anuncio es éste:
Con la prohibición de la postración, Yôko trata de implementar todo lo que ha aprendido en un cambio cultural que lleve a una transformación social paulatina. Eliminando las barreras que la costumbre imponía entre el pueblo y las élites, o entre ella misma y sus gobernados, pretende plantar la simiente de una sociedad en que cualquier persona pueda, y se vea animada a, acceder al mayor grado de dignidad que pueda alcanzar. Ha descubierto, en definitiva, dónde radica la fuente del respeto que ha de exigir debido a su puesto.
La verdadera dignidad del gobernante es la dignidad con la que vive su pueblo, ni más ni menos. Una ciudadanía íntegra, informada, concienciada, educada en la verdadera libertad, capaz de llevar una vida plena y feliz independientemente de su lugar entre los estratos socioeconómicos, es la única señal válida de que un gobernante es realmente digno del respeto que su cargo requiere. Reconocerlo sólo por ser quien es o por el cargo que ostenta, es invertir el orden natural de las cosas: únicamente mediante los frutos del trabajo bien hecho es que un líder puede reclamar su dignidad, y sólo debería poder hacerlo en función de su éxito. Muchos medidores sociales o de riqueza quedan inefectivos a la hora de evaluar esto: la única herramienta capaz de marcar la dignidad de un pueblo, y por tanto de sus líderes, es la altura humana de todos los implicados en esta ecuación. Y para medir eso hay que comenzar por la raíz, por la mismísima definición de «ser humano» que trata de implementarse en esa sociedad.
Es deber primordial de la clase política anunciar, primero que todo y con más fuerza que cualquier otro elemento de su discurso, cuál es su postura exacta respecto a este punto, y qué clase de cambios y transformaciones van a llevar a cabo con tal de trasladar esa visión en la sociedad que le puede delegar el poder de hacerlo. En el caso de Yôko, creo fervientemente que el camino que abre es bueno, aunque la serie no da más noticias acerca su reinado. Quizá debamos aprender algo de esta fábula y comenzar a medir a nuestros dirigentes por lo que importa: su dignidad, que habrá de ser la nuestra.