AVISO SPOILER: El siguiente artículo contiene spoilers del libro La isla, de Aldous Huxley.
Siempre he pensado que, de entre los grandes intelectuales que dio el siglo XX, uno de los más maltratados por la posteridad ha sido Aldous Huxley. Literato, filósofo, viajero incansable y una de las mentes más curiosas y sagaces de su generación, su obra se reduce sin embargo en el imaginario popular a la autoría de Un mundo feliz.
Y aunque esto pueda ser entendible, dada la trascendencia de la obra y su acierto como distopía a la hora de anticipar y analizar los males de la sociedad que seguiría a su publicación, no deja de ser una injusticia para con alguien del calibre de su autor.
Quizá él mismo remarcó demasiado la importancia de esta obra de entre sus escritos con la publicación del ensayo Nueva visita a un mundo feliz, en el que analiza su propio libro y lo confronta a otras distopías de la época como el 1984 de George Orwell.
Sin embargo, quedarse en esta dupla de escritos es olvidar, por ejemplo, su Contrapunto, quizá su obra formalmente más perfecta, y también una gran crítica a la sociedad inglesa de su época; o sus también excelentes novelas Viejo muere el cisne, o Mono y esencia.
Huxley es probablemente el hombre de letras que mejor haya hibridado ensayo y novela, creando obras que resultan tan deslumbrantemente bellas como retadoras y estimulantes para la razón.
Hoy me gustaría romper una lanza en favor suyo, y reivindicarle como el autor y pensador imprescindible que siempre debió ser, un intelectual que supo combinar una disciplina y un saber casi enciclopédicos con una notable apertura de miras y una gran curiosidad por los nuevos campos del saber de su época y por las tradiciones dejadas de lado por el eurocentrismo, especialmente la mística del lejano Oriente. Y creo que no hay manera mejor de hacerlo que comentando un libro que, entroncando con su consabido Un mundo feliz, le da la vuelta y propone, esta vez, una fantástica utopía: La isla.
La isla y su relación con otras utopías
En la tradición literaria, cabría distinguir dos tipos básicos de utopías: las antiguas, enraizadas en la original Utopía de Tomás Moro, sitas normalmente en entornos exóticos y prestando mucha atención, además de al ordenamiento sociopolítico de sus comunidades, también a sus prácticas religiosas; y las modernas, un ejemplo paradigmático de las cuales sería Walden Dos de B.F. Skinner, que sustituye el exotismo por entornos más cercanos y el elemento teológico-metafísico por algún otro de cariz más científico, ya sea de origen psicológico, farmacológico o tecnológico, entre otros.
La isla de Huxley estaría a caballo entre ambas corrientes, un híbrido a la vez perfecto y peculiar. Al igual que pasó con la hipnopedia de Un mundo feliz, por ejemplo, La isla también tiene elementos de cariz científico, algunos de ellos decididamente fantasiosos (el uso, por ejemplo, de la hipnosis en vez de la sedación como forma de conseguir cirugías indoloras sin nublar la consciencia del paciente), pero ninguno gratuito respecto a su función en la trama, aunque sea como metáfora de alguna técnica o procedimiento en aquella época todavía por venir, pero dado por posible.
Sin embargo, la novela se centra también extraordinariamente en el aspecto místico-religioso de la cultura narrada, una mezcla sincrética de cristianismo primitivo, budismo mahayano e hinduísmo shivaísta (reflejando el interés de Huxley en la mística oriental, aunque de forma mucho más positiva a otros pensadores occidentales como Schopenhauer) desnudada, eso sí, de todo misterio, y vista como un conjunto de herramientas simbólicas con las que explicar el mundo y hacer más conscientes a los fieles de la realidad, de ellos mismos y de los demás.
Hay que mencionar aquí que Huxley basa muchas de las premisas de La isla en un experimento real de superación de la sociedad tradicional, el de la Comunidad de Oneida, llevado a cabo en Estados Unidos entre 1848 y 1881.
Utilizando una curiosa base religiosa para justificar los matrimonios grupales o la crianza comunal de los hijos, entre otras cosas, este experimento recibió la atención de Huxley, quien lo cita en la propia La isla, que podría entenderse también como un intento de superar las fallas que llevaron al experimento de Oneida a su disolución.
Respecto a su argumento, la novela se sitúa en Pala, una isla-Estado cercana a la costa india, cerrada al mundo exterior, y donde se practica desde hace ya varias generaciones un curioso experimento social: crear, fusionando lo mejor de las religiones, las ciencias y las sociedades occidental y oriental, un país perfectamente humanista, hecho a la altura del ser humano, sostenible y auténticamente libre.
Ahí llega, accidentado, el periodista Will Farnaby, enviado secreto de potencias extranjeras que ansían los recursos naturales no explotados de la isla. Los isleños lo acogeran para sanarlo, momento que él aprovechará para indagar sobre el statu quo de allí (y también para avanzar en su siniestro encargo). Ahora bien, ¿qué hace exactamente que se nos presente la sociedad isleña como un modelo deseable? Voy a intentar desgranarlo.
Una vacuna radical
Quiero resaltar el hecho del uso de la metáfora vacuna-enfermedad en el título del artículo. No es algo azaroso: frente a otras metáforas del palo, como la de antídoto-veneno, creo que es más acertada, pues una vacuna se hace con una cepa debilitada de la enfermedad que pretende combatir, y eso mismo es La isla respecto a Un mundo feliz: una obra que, en base a los mismos elementos en que se fundamentaba el seductor y acomodaticio sistema de control de su predecesora, los transmuta en cimientos para una sociedad equilibrada, justa y plenamente humana.
Así, ambos libros funcionan como un reflejo deformante del otro, cogiendo los mismos símbolos pero usándolos de formas diferentes y para propósitos absolutamente contrarios. Veamos, pues, algunos de los pilares del éxito de la sociedad palanesa y su relación con la sociedad fordiana de Un mundo feliz.
Así, ambas sociedades basan sus sistemas educativos en la adecuación individuo-sociedad, pero mientras en Un mundo feliz esto se logra aniquilando la propia individualidad del sujeto y sugestionándolo para que acepte su lugar preconcebido, en Pala se logra potenciando dicha individualidad, el conocimiento profundo de uno mismo, para luego despertarlo a la empatía profunda, el conocimiento de la alteridad, el no-yo, y la necesidad de una relación sana, constructiva y simétrica con ello.
Este tipo de relaciones se banalizaban en la sociedad fordiana, por ejemplo, por medio del sexo frívolo, sin significación, que cosifica a todos los participantes en la cópula, mientras que en la palanesa el sexo es también un medio de reforzar los vínculos interpersonales, llenándolo de significado mediante la práctica del maithuna y el coitus reservatus.
Los signos y símbolos que llenan la cultura distópica sirven para distanciar a los individuos de su entorno inmediato, para alienarlos y enfocar su atención en aquello que no es de su estricto interés, sino del interés del Estado; mientras que todo símbolo, todo ritual y toda imagen en la utopía están diseñadas para reclamar la atención en el aquí y el ahora, para ahondar en la conciencia del momento, del yo y del no-yo.
La línea de acción del experimento palanés parece, a luz de lo dicho, clara: cualquiera que sea el frente, la intención de fondo es la de humanizar profundamente a los implicados, haciendo que todo en la isla esté al servicio de las personas y, a la vez, las ayude a ser propiamente personas.
Dos claves de La Isla, de Huxley
Economía, educación, religión, política, sexualidad, natalidad, industrialización… hay tantos frentes abiertos en una novela tan compleja y ambiciosa como La isla que es imposible tocarlos todos en un artículo como éste, por lo que me limitaré de nuevo a invitar a la lectura del libro y a tener acuerdos y desacuerdos con la argumentación de éste. Hay, eso sí, dos puntos especialmente osados, por lo rupturistas con el modelo social tradicional, que no querría dejar sin al menos un comentario mínimo.
Modelo familiar
El primero sería el modelo familiar. Frente a la familia nuclear, cerrada y predestinada, Pala propone los CAM o Centros de Adopción Mutua. Éstos serían comunas multifamiliares abiertas de número variable, en que cada miembro adopta y es adpotado por los demás, y por tanto los hijos dentro de cada CAM reconocen a todos dentro del grupo como padres o hermanos.
Los grupos de padres pactan entre ellos la disciplina básica a inculcar entre ellos, y luego dejan que los hijos cambien de casa a voluntad. La idea detrás de esto es tanto educar a los hijos en una versión a escala reducida, pero exacta, de la sociedad exterior a la que accederán en la adultez, como la de evitar que adquieran las neurosis y los prejuicios de sus padres predestinados al tener numerosas figuras paternas y maternas de entre las cuales hayar un estándar saludable por comparación y síntesis. Una vez el niño deja de serlo, pasará a ingresar en otro CAM en cuanto encuentre pareja estable, para que así cada grupo se vea enriquecido periodicamente por elementos procedentes de su exterior.
Drogas
El otro punto delicado tiene que ver con el uso de las drogas. Hay que recordar aquí la famosa soma, la «droga de la felicidad artificial» usada en Un mundo feliz, y que en La isla tiene su respuesta en la moksha, una sustancia psicotrópica usada por los isleños para crear estados de percepcion alterados mediante los cuales aumentar su consciencia del entorno y del interior personal mediante la destrucción de la barrera mental entre significante y significado.
Huxley dedicó buena parte de su curiosidad intelectual al mundo de las drogas expansoras de la consciencia, como demuestran sus ensayos Las puertas de la percepción, Cielo e infierno o el también titulado Moksha en honor al término hinduísta referido a la rotura de las ataduras del karma.
Dichos ensayos, que podrían considerarse predecesores de trabajos más monumentales y ambiciosos como la Historia general de las drogas del español Antonio Escohotado, sirven también de base teórica a la hora de apoyar el argumento hecho en La isla acerca de la utilidad tanto individual como social de determinadas sustancias.
Todos somos Farnaby
El último rasgo distintivo entre La isla y otras utopías de su estilo, que no he mencionado hasta ahora, es que el libro de Huxley no establece una utopía definitiva, como sí lo harían Moro, Skinner y otros con sus sociedades perfectas e inmaculadas.
Como lectores, asistimos de hecho a los últimos días de Pala, al canto de cisne de sus ambiciones de ser una sociedad perfectamente humana. Y lo hacemos a través de los ojos del protagonista principal, Farnaby, justamente la persona enviada allí a acabar con el modo de vida de la isla, y que contempla el fruto de sus esfuerzos justamente tras ser consciente, demasiado tarde, de todas las bondades de aquello que se derrumba ante sus ojos.
Quizá es en este amargo final donde más concentrada esté la fuerza revulsiva del relato. Huxley traza sutilmente una conexión entre su personaje principal y el lector: la conversión del inicialmente hosco y desagradable Farnaby, a medida que experimenta la cultura palanesa más y más profundamente, hasta su desnudez psicológica final durante su primera experiencia con la droga Moksha, dolorosamente coincidente con la invasión de la isla por parte del vecino ejército de Rendang, hace que la identificación lector-personaje sea total.
El autor nos fuerza, por tanto, a tomar el rol de contemplar la destrucción de algo que hemos llegado a amar, y de lo cual somos en gran medida responsables.
Hay que incidir en que La isla sería la última novela que Huxley publicaría antes de su muerte prematura. Esto es poética y proféticamente acertado, puesto que la obra no sólo es un elegante compendio novelado de todo su pensamiento y todas sus preocupaciones morales y estéticas, sino que además propone un cierre de doble clave a toda su trayectoria.
Por un lado, rubrica un final positivo a una carrera llena a veces de advertencias demasiado onerosas, comenzando por su Un mundo feliz. Ofrecer, frente a ello, una forma de subvertir el propio mal realizado, como se ha visto, es una manera honesta de ofrecer una salida hacia la esperanza y la posibilidad de un mundo genuinamente feliz.
Sin embargo, el duro desenlace de la dulce utopía de La isla funciona como advertencia final, recordando que la esperanza es vana sin acción, y que ese mundo feliz no va a aparecer de la nada ni va a construirse sin una medida de esfuerzo por parte de todos los interesados.
Huxley, como Buda, nos mostró la pena, y su forma de acabar con la pena. Y, como él, nos enfrentó de manera radical a ambas cosas, a nuestra parte de responsabilidad en todo ello, y a nuestra capacidad indiviudal y colectiva de cambio a la hora de conseguir una sociedad que se rija, por fin, por valores radicalmente humanos.
Su esperanza es también la mía a la hora de escribir este artículo: que mediante la difusión y popularización de ésta y otras novelas que menciono aquí, se llegue a una concienciación cada vez más profunda sobre la naturaleza del entramado social en que vivimos, cuán cabal realmente es, cuán felices podemos ser de verdad en él, y qué partes son merecedoras de crítica inteligente y cambio por más enraizadas y hasta obvias que puedan parecernos.