AVISO SPOILER: El siguiente artículo contiene spoilers de la película El hombre de mimbre.
Quizá alguna persona piense, al leer este título, en la película de 2.006 de Neil LaBute, con Nicholas Cage y Ellen Burstyn en los papeles protagonistas. Sin embargo, aquellos con más memoria cinéfila sin duda habrán recordado (con mayor agrado, no cabe duda) la película original inglesa de 1.973 dirigida por Robert Hardy, encabezada por Edward Woodward en su papel más recordado y un Christopher Lee en estado de gracia, todos ellos bajo la batuta del texto de Anthony Shaffer, guionista y dramaturgo con un importante sesgo intelectual y político en sus obras.
El planteamiento de esta película nos sitúa en Summerisle, una diminuta isla de las Hébridas, propiedad privada del aristócrata Lord Summerisle (Lee) y cuyo trato con el mundo exterior se limita a la venta de su producción hortofrutícola. A este lugar arriba Neil Howie (Hardy), un oficial de policía inglés, para investigar la desparición de una muchacha de la que ha sido advertido por una carta anónima. A lo largo de sus pesquisas, Howie va tomando contacto con los isleños y su cultura que, descubre, le es extremadamente aliena por no estar basada en la doctrina cristiana, lo que le afecta enormemente dado que él es un devoto creyente, célibe además. En efecto, los lugareños, encabezados por el mismísimo Lord, practican una suerte de paganismo de raíces celtas desde que el abuelo del Lord introdujese dichas prácticas como creencia oficial de la isla, en la que se incluyen la adoración a la naturaleza y doctrinas como la transmigración de las almas de los muertos a nuevas formas naturales (animales o plantas), o la libre y pública práctica del sexo.
Destapando al fin lo que parece ser una conspiración para ofrecer a la pequeña desaparecida como ofrenda con tal de mejorar las pobres cosechas de la isla en los últimos años, Howie se infiltra en la ceremonia pagana tan solo para descubrir finalmente que él ha sido, desde el principio, el verdadero sacrificio: engañado por todos los lugareños, ha sido llevado allí solo para morir en el ritual. Es conducido a una enorme escultura de mimbre representando un hombre, y quemado dentro de ella entre los cantos de los isleños, que esperan así mejorar las cosechas de años venideros.
Antes de pasar a mayores, me gustaría dedicar unas palabras al remake de LaBute: si bien es cierto que trata de incluir ciertos subtemas que, o bien solo se insinúan en la obra original, o bien son completamente novedosos y desde luego no carecen del todo de interés (por ejemplo, esta nueva Summerisle está regida como un matriarcado, presentando así el tema de la desigualdad sexual y la lucha de géneros), sí que es verdad que se pierde en planteamientos estético-visuales banales y vacíos, descuidando la narración y volviéndose, en su torpe búsqueda de poética sensorial, narrativamente abrupta e ideológicamente ambigua. Todo un manual, vaya, de cómo NO actualizar una película: el original, con sus medios más humildes y sus ideas más centradas y sólidas, siempre será muy superior.
Una vez dicho esto, centrémonos en lo que importa. Si he destacado el nombre del guionista de la película, Shaffer, no es por nada baladí. Muchos reconocerán en él al autor de La huella, la obra de teatro que más tarde fue llevada al cine con notable acierto por Joseph Leo Mankiewicz; ya en esta obra se evidenciaba un subtexto de gran fuerza sobre la relación y lucha de clases, en que los dos únicos protagonistas de la obra encarnaban respectivamente a la burguesía y al proletariado, y siendo las relaciones cambiantes entre ambos una gran metáfora de los mecanismos de sometimiento y rebeldía. Sin embargo, es en El hombre de mimbre donde Shaffer consigue, a mi ver, depurar un tema aún más interesante: el uso del fenómeno religioso como medio de ordenamiento social.
Líderes cultos, pueblo ignorante
En la que es posiblemente la escena más poderosa y rica en matices de la película, el oficial Howie se entrevista con Lord Summerisle, y éste le cuenta la historia de su abuelo. El noble patriarca llegó a la isla en un momento de decadencia de la misma, y la adquirió con la muy honrosa intención de hacerla próspera de nuevo en base a los experimentos agrónomos que deseaba desarrollar. Sin embargo, para ganarse el favor y la colaboración de los habitantes nativos, asoció su labor a un retorno al culto pagano precristiano, centrado fuertemente en el medio natural, que se practicó tiempo ha en la isla. Tal fue el éxito de la implantación del culto que, en el presente narrativo, su nieto es un fiero adepto.
El camino al infierno, como se suele decir, está empedrado de buenas intenciones. La ironía de Shaffer es patente aquí: la bondad miope del abuelo Summerisle, que desea lo mejor para sus gobernados pero no confía en su inteligencia ni en su capacidad de participar en la toma de decisiones, le lleva a crear una especie de teocracia ilustrada con la que preservar su ciencia y sus mejoras sociales. Desde luego, hace de los isleños un pueblo mucho más próspero y feliz de lo que era antes de su aparición: lo hace consciente de la importancia del cuidado del medio ambiente y lo libera de la encorsetada moral sexual existente, por ejemplo. Sin embargo, solo bastan dos generaciones para que incluso el dirigente del culto, su nieto, olvide las razones tras las prácticas ritualistas y las acepte como dogma inamovible.
El fin no justifica los medios: al basar el ordenamiento social y político de la isla en unos preceptos inefables, del todo indemostrables, anclados en la mera tradición y sin apoyo racional alguno, el abuelo Summerisle sentencia la historia de su isla y, en su bondad original, la condena a una historia de oscurantismo que, en la película, es coronada con un horrible asesinato. Los paralelismos son obvios con ciertos capítulos de la historia humana universal que conforman una advertencia que, como especie, al parecer tendemos descuidada y asiduamente a olvidar.
La barbarie intrínseca
Todo este relato acerca de las faltas del culto pagano de la isla podrían llevar a un observador poco perspicaz a pensar que la película, fruto al fin y al cabo de una imaginería occidental dominada por los símbolos cristianos, propone su dogma como mejor y mas conveniente que el otro. Nada más lejos de la realidad.
Como único representante de la cultura judeocristiana, el oficial Howie simboliza a la sociedad occidental de su tiempo por entero. ¿Y qué rasgos vemos en él? Es relamido, mojigato, sexualmente frígido, no teme hacer uso de su poder para hacerse valer por encima de otros, es violento con aquello que no entiende u ofende la tradición que se le ha inculcado… es, vaya, una parodia andante del eurocentrismo expansivo. Y lo más gracioso de todo es que, debido a ello, es culpable de exactamente las mismas faltas que su adversario pagano: se altera, por ejemplo, de que el templo cristiano de la isla esté en ruinas, o de que no haya un sacerdote católico en el pueblo, como si éstas fuesen cosas necesarias para la vida y el buen funcionamiento de cualquier sociedad. Cerca del final de la película, cuando está por enfrentar su propia muerte y viendo que las razones lógicas («vuestras cosechas no mejorarán mágicamente por mi muerte») son inútiles frente a los fanáticos isleños, acaba encomendando a su Dios tanto su propia salvación como la destrucción de sus captores.
Y es que, cuando dos o más cosmovisiones basadas en supuestos metafísicos, y por tanto más allá de toda razón y defensa justificada, chocan, solo puede surgir la barbarie. La incapacidad de diálogo radicada en la imposibilidad de compatibilizar las «verdades», reveladas o iluminadas, de ambos sistemas, lleva en última instancia a conflictos irresolubles que radicalizan a los creyentes de cualquiera de los bandos y enquistan una problemática que no se limita al terreno de la fe sino que invade todos los otros aspectos personales, sociales y políticos. De nuevo, la historia provee innumerables muestras de ésto, algunas dolorosamente recientes y aún por zanjar.
Creencia y fundamentación
Sin embargo, la fe, o más bien la creencia, es una parte intrínseca de la realidad humana, y su importancia en política no es nada desdeñable. Conceptos como por ejemplo la dignidad y derechos inalienables de una persona por el hecho de ser persona son, en última instancia, una creencia, un acto de fe no muy distinto al de afirmar la existencia de un ente incognoscible. La moral, al fin y al cabo, se engloba en la metafísica, y tiene su misma maldición de ser lógicamente indemostrable.
Si nuestros más elevados principios son de esa índole, ¿estamos condenados a la barbarie que se mencionaba en el apartado anterior? A mi ver, hay una diferencia notable: mientras que esta clase de creencias de índole moral y valor político pueden ser debatidas y fundamentadas de forma coherente, en un proceso dialectal que enriquece y aporta y que se basa en el facto analizable y real de la existencia humana, los supuestos de la fe acaban, en algún momento, cayendo en el absurdo de la justificación en la tradición, el dogma revelado o la simple y llana falacia de autoridad. En base a eso, podemos identificar que ideas, incluso que posturas o formas de defensa de las mismas, son o no deseables dentro del juego político.
Si queremos evitar la caída al absurdo del conflicto irresoluble, debe haber una voluntad consciente de la sociedad de excluir del debate político a toda voz mistificante. La esfera de la fe, como tendencia constante y respetable del ser humano, debe tener su lugar, pero éste debería ser estrictamente privado e íntimo: si accede al juego político (o peor aún, trata de arbitrar el campo de lo científico, como ya ha sucedido en la biología con la experimentación con tejido vivo), corremos el riesgo como sociedad de que nuestras normas y costumbres acaben teniendo unos cimientos poco sólidos por carecer de la necesaria fundamentación con la cual defenderlos y compararlos en, por ejemplo, un intercambio o choque cultural. Y es que, si no podemos dar razones acerca de quienes somos o por qué hacemos lo que hacemos, podemos acabar tanto construyendo hombres de mimbre como quemados dentro de ellos.
Escrito por Ernesto Gimeno.